We read about lives lost and are often given the numbers, but these stories are repeated every day, and the repetition appears endless, irremediable. And so, we have to ask, what would it take not only to apprehend the precarious character of lives lost in war, but to have that apprehension coincide with an ethical and political opposition to the losses war entails.
Judith Butler, Frames of War (p.13)
Hace 4 años, iniciaba mi doctorado. Una aventura que podría calificar de imprevisible, pero también, altamente desestabilzadora. En medio de este viaje de aprendizajes, mi intención era – y sigue siendo – poner en el centro de mis reflexiones, el cuerpo. El cuerpo, en sus dimensiones materiales, simbólicas, emocionales y afectivas, como objeto central de estudio. El cuerpo, en todas sus complejidades, posibilidades y misterios. El cuerpo, como eje de pensarnos, de “sentipensarnos” como lo dice Escobar, porque son los cuerpos los que sufren, viven, resisten, a las guerras y violencias contemporáneas. Es desde este lugar que podemos seguir resistiendo.
Hace 4 años, también se firmaba, en un acto simbólico, el 26 de septiembre 2016, el acuerdo de paz entre las Fuerzas armadas revolucionarias de Colombia – Ejército del Pueblo (Farc-ep) y el gobierno colombiano. Hace 4 años, había una euforia colectiva que no se podía explicar, de poner fin a un enfrentamiento violento entre la guerrilla en este entonces más antigua de América latina, y el Estado colombiano.
La euforia no duró. Tristemente, a 4 años de la firma de los acuerdos de paz de La Habana, Colombia está enfrentando un aumento sin precedente de la violencia desde el año 2014 y, más específicamente, desde que se posesionó el gobierno de Iván Duque en el 2018. En lo que va de 2020, se han denunciado más de 60 masacres, atacando particularmente las poblaciones jóvenes, indígenas y racializadas. Estas masacres tienen lugar en zonas altamente marcadas por la violencia del conflicto armado que sigue, especialmente, en lugares en donde se están reconfigurando las rutas del narcotráfico. Esta semana, el ejército nacional asesinó a Juliana, una mujer trans que iba del lado pasajero con su compañero, de un tiro en la cabeza. Así, en este aterrador panorama, hay cuerpos que “no importan”, hay vidas que no son consideradas “dignas de ser lloradas” en el sistema de jerarquización de lo humano.
La reconfiguración de los grupos armados post-acuerdo de paz, la preocupante redefinición de las modalidades de violencia, la militarización constante del país, la neo-paramilitarización, la criminalización de los cuerpos en tiempos de pandemia, los asesinatos a lideres y lideresas, a personas excombatientes, el extractivismo salvaje y la agudización de las inequidades, dejan un escenario grave de crisis humanitaria y política en Colombia. A 4 años de La Habana, estamos frente a cuerpos agotados de luchar contra un genocidio evidente.
Cada mañana del 2020, nos levantamos con un horror, con la normalización de la violencia, con la noticia de una masacre, de un asesinato, de un feminicidio. Cada mañana, quisiéramos poder sentirnos todavía en el ayer, a ver si evitamos una muerte. A ver si salvamos un cuerpo de la necropolítica. Hemos corporeizado la necropolítica.
Pero sé, también, que hay cuerpos en resistencia. Hay cuerpos en combate, cuerpos en disidencia. Cuerpos que aceptan sus vulnerabilidades y su interdependencia. Hay cuerpos que luchan, que tratan de des-corporeizar la necro-historia, la necropolítica. Hay cuerpos que trabajan, diariamente, a la des-corporeización de lo violento. Que están dibujando un “carefully crafted fuck you“; unas nuevas formas de combate noviolento.
¿Cómo podemos repensar nuestra interdependencia a partir, desde, en y para los movimientos entre los cuerpos? ¿Qué pasaría si pensaramos lo político como lo que ocurre entre los cuerpos, los cuerpos en asembleas populares, tal como nos convoca en hacerlo Butler? ¿O como un ensemblaje tal como lo plantea Jasbir Puar?